Arturito Pomar, con solo doce años, aparecía en las portadas de las revistas de los años cuarenta como niño prodigio del ajedrez. Se convirtió en una figura popular en España en una época de miseria y, gracias a él, el juego de las sesenta y cuatro casillas se puso tan de moda que miles de españoles empezaron a practicarlo. El régimen franquista, interesado en mostrar el lado amable de la dictadura, no dudó en aprovecharse del prestigio cultural e intelectual que le reportaría la fama internacional de Pomar. Lo explotaron haciéndole jugar simultáneas y certámenes, abusando de su figura infantil para sus propios intereses. En la memoria colectiva queda la idea de que, al dejar de ser niño, dejó de jugar y cayó en el olvido, pero la realidad es que Pomar siguió progresando en el ajedrez mucho después de ser considerado un niño prodigio.
De joven, ya sin la ayuda del gobierno, viajó durante tres años por toda América, ganando torneos y dinero a la misma velocidad que lo dilapidaba. El dinero no significaba nada para él; se había convertido en un hombre excéntrico que solo entendía de ajedrez. Al regresar a España, se casó y tuvo siete hijos. Para mantener a su familia, se hizo funcionario de Correos, pero no abandonó su gran y única pasión: el ajedrez.
A pesar de su numerosa familia y su trabajo, continuó jugando por todo el mundo, alcanzando su momento clave en el Interzonal de Estocolmo de 1962, el torneo previo al campeonato mundial. Allí se enfrentó completamente solo a los mejores del mundo: los jugadores rusos y Bobby Fischer, de EE. UU. Había llegado a la cima de su carrera, pero el esfuerzo sobrehumano de preparar las partidas sin apenas dormir lo quebró y le desencadenó una esquizofrenia.


